No sé si habéis pensado en cuál será la primera canción que escucharéis cuando salgáis a la calle y podáis circular con absoluta libertad. Yo quizá escuche a los Beatles y me sienta más chula que John, Ringo, Paul y George al cruzar el primer paso de cebra que me encuentre. Pero la procesión irá por dentro, no nos vamos a engañar. Porque creo que esta situación me está dejando un poso de tristeza que no sé si se alejará cuando no tenga que asomarme a una ventana para que los rayos del sol me alivien. Creo que, cuando el confinamiento se acabe, cuando la vida pueda continuar ahí afuera como si nada hubiese pasado, ya no tendré miedo al coronavirus: lo tendré al mundo post-coronavirus. A tener que planear mentalmente cada movimiento, a desarrollar fobias o compulsiones que me hagan la vida más complicada de lo que ya de por sí es, y a que todo ello vaya haciendo mella en el espíritu de forma que no seamos, para lo bueno, los que éramos. Pero sé que no tiene mucho sentido sumirse en estos pensamientos amenazadores. La incertidumbre nos acompañará de la mano y, llegados a este punto, no queda otra que asumirlo. Para bien o para mal, se acabó el hacer planes: ha llegado el momento de vivir el presente. Anoche decía Leiva en un directo con Bebe Contepomi, periodista musical argentino, que estaba viviendo el día a día como no lo había hecho en sus treinta y nueve años de vida. Si al menos nos sirve para eso, no es poca cosa.
Poco después de comenzar el confinamiento, me sucedió algo curioso. Fui al supermercado con los nervios propios de quien, de repente, se sabe habitante de un mundo distópico, y allí, entre estantes esquilmados de lejía y papel higiénico, y de forma totalmente inconsciente, me vi cantando el Rucu rucu de Rubén Pozo que sonaba en esos momentos a través del hilo musical. Allí, descolocada, pero canturreando detrás de una mascarilla “Me paso el día rucu rucu rucu, rucu rucu, haciendo bola / mirando cómo se va el tiempo a todas horas”. Aquello me pareció una interesante metáfora: las canciones están siempre ahí, hasta en los momentos en que crees que vas a derrumbarte. Estas últimas semanas han sido duras para mí; no ya por el encierro en sí, sino por sus efectos secundarios. Ya pasa casi mes y medio sin contacto físico con ningún otro ser humano; la familia sigue lejos, y hasta algo tan simple como necesitar asistencia médica por cualquier motivo se convierte en una auténtica odisea imposible de gestionar. He estado triste, preocupada, y se ha hecho difícil no poder despejar la mente dando un paseo o tomando un café y un croissant. Y a veces, cuando las sombras llaman a la puerta, puedo pasarme días sin escuchar una sola canción. No tengo ni idea de qué extrañas conexiones se producen en mi cerebro para tomar ese camino, pero después de treinta y tantos años, una va sabiendo cómo funciona, aunque sea de forma un tanto anómala. Cuando me da la fase poco musical, llega un momento en que la echo mucho de menos, en que mi cuerpo la necesita para seguir en movimiento. Y es entonces cuando cada estrofa de las canciones que están grabadas bajo la piel es capaz de devolverme la vida, de hacerme menos pesada esa mochila que todos llevamos a la espalda. Quique lo tuiteó hace unos días, de forma tan escueta como directa: Menos mal que tenemos la música.
Pensando un poco creo que, cuando volvamos a la calle, y después de desinfectar los auriculares con gel hidroalcohólico, escucharé Salitre 48 y sus dieciséis soberbias canciones me sonarán distintas esta vez. Me recordarán cuánto eché de menos el mar, cuánto quiero a Almería y a su Paseo Marítimo y lo mucho que voy a soñar con el decimoquinto concierto de Quique. Y con volver a vibrar bajo los escenarios, ay… eso mejor dejémoslo para otro día. Escucharé Te dejas ver, álbum de Mikel Erentxun, porque ayer tocó California en su directo diario en Instagram y me pareció buena idea que nos dejemos llevar por ese estribillo: hay poco que perder, pero mucho que ganar / nos queda tanto que decir / vamos a hacer borrón y cuenta nueva. Escucharé también Reconstrucción, de Deluxe, por ser más que propio para la situación y porque las quince canciones de ese disco hay que escucharlas siempre (Y aceptar que no todo es tan fácil / y que no siempre los huesos aguantan el peso). Y lo que es seguro es que, tras el desconfinamiento, escucharé a los Stones*, porque ellos son el ejemplo vivo de que las cosas pueden salir bien, a pesar de que no siempre puedas conseguir lo que quieres. Si esos tíos siguen vivos, si acaban de lanzar un trallazo de tema cincuenta y tres años después y en medio de una pandemia, ¿no vamos a continuar nosotros? Aquí el que se rinda no ha aprendido nada de Keith. Solo sé que pronto dejaremos de ser fantasmas viviendo en pueblos fantasma; solo sé que pronto podremos volver a brindar por la música, bar de por medio, y a desearles larga vida a los cuatro jovenzuelos de Londres.
*Algún pedazo de este artículo fue construido mentalmente durante ratos de insomnio. Tiene narices, las cinco de la mañana y yo pensando en Mick Jagger.